Esta
semana, y sin que sirva de precedente, me van a permitir que le eche un
capotazo al gobierno de Rajoy. Para compensar por todas esas ocasiones que lo hago
blanco de mis críticas. A santo de qué se preguntarán ustedes. A santo de qué
no sabría decirlo con exactitud. Pero sí a cuento de las declaraciones que días
atrás, en una entrevista ofrecida a Antena 3 TV, realizaba el actual presidente
de honor del PP, dejando, por cierto, en no muy buen lugar al ejecutivo de don
Mariano y a muchos de sus compañeros de partido.
Aznar
parece no haberse enterado de que no sólo formamos parte de la UE sino que
participamos de la moneda única. Como si ni él ni el gobierno que en su momento
presidió hubieran tenido nada que ver en nuestra incorporación al euro, con las
ventajas y los inconvenientes que tal paso habría de llevar consigo.
El
expresidente quizá no se ha dado cuenta de que no estamos en la década de los
90 del pasado siglo sino en la segunda década del siglo XXI. Y, si se ha dado
cuenta de este detalle, obvia, no obstante, que, como miembro de la Unión
Europea, España está obligada a cumplir con unos determinados compromisos. Lo
de tirar de la demagogia siempre tiene su efecto y el señor Aznar bien que
puede dar fe de ello, porque fue un recurso del que echó mano innumerables
veces, tanto cuando estuvo en la oposición como cuando tuvo la responsabilidad
de gobernar, sin mucho sentido de estado, todo sea dicho.
Dos
son las principales herramientas de las que, en condiciones normales, dispone
un gobierno para dirigir, en la medida de lo posible, la economía de un país
mientras juega a hacer equilibrios y malabarismos con los números: la política
presupuestaria y fiscal, por un lado, y la política monetaria, por otro. Pues
bien, la monetaria, como todo el mundo sabe, no depende de lo que se decida en Madrid
sino en Frankfurt, sede del BCE. O quizá debería decir Berlín. Y con la fiscal
y presupuestaria, que es a través de la cual se puede incidir en el déficit,
ocurre prácticamente casi otro tanto de lo mismo. Hoy ya no tenemos banco para
inyectar dinero a nuestro sistema económico en función de las necesidades
coyunturales, ni peseta que devaluar. Para bien más que para mal, creo yo, a
pesar de la que últimamente nos ha caído y la que nos sigue cayendo.
El
señor Aznar acostumbra a sacar pecho cuando hace balance de los ocho años que ocupó
el Palacio de la Moncloa y hay mucho analista de pacotilla que le sigue la
corriente. Presume de que ese período, el que va desde 1996 a 2004, fue el de
mayor prosperidad y crecimiento en toda la historia de España, lo cual es, en
parte, cierto.
Calla,
sin embargo, que dicha prosperidad se debió también al proceso lógico de apertura
e internacionalización de nuestra economía, a unos niveles hasta entonces desconocidos.
En un período que coincide, además, con un crecimiento continuado de la
economía mundial y cuando ya estaban más que sentadas las bases de un estado
del bienestar, el nuestro, que había empezado a gestarse en los 70. Como calla
igualmente que fue durante esos ochos años cuando se fraguó la burbuja que después
habría de explotarnos en la cara con la virulencia con la que lo ha hecho.
Es decir, que, visto lo visto, ese espectacular desarrollo del que todavía se vanagloria, cuando puede, el presidente de honor del PP, y del que incluso se habría de vanagloriar ZP los años que le tocaron en suerte, hasta la irrupción de la crisis, en realidad resultó ser todo un fiasco, poco menos que un espejismo.
Es decir, que, visto lo visto, ese espectacular desarrollo del que todavía se vanagloria, cuando puede, el presidente de honor del PP, y del que incluso se habría de vanagloriar ZP los años que le tocaron en suerte, hasta la irrupción de la crisis, en realidad resultó ser todo un fiasco, poco menos que un espejismo.
31 de mayo de 2013
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