lunes, 3 de marzo de 2014

¡Viva el estado-empresa!

No me gusta la reforma de la administración local implementada por el gobierno del PP. No me gusta en absoluto. Y no estoy obedeciendo al decir esto directriz de nadie, aunque pueda haber quien así lo crea. No digo que no incluya alguna que otra medida razonable, acertada y necesaria en los tiempos que corren. ¡Faltaría más! Pero me parece que no va a ser buena para los municipios porque va a cercenar notablemente el protagonismo que, con sus luces y sus sombras, éstos han tenido en la mejora de la vida de los ciudadanos desde que se reinstauró en este país el régimen democrático y se optó por la descentralización administrativa.
Resulta evidente que se trata de una decidida apuesta del ejecutivo de Rajoy por la privatización de los servicios públicos. Esto es, por convertirlos en una oportunidad de negocio. Y por situar los valores puramente empresariales y económicos por encima de otros valores en la gestión de las administraciones públicas, como si lo único que importara fueran los números y no las personas.
Con la excusa del derroche en materia de gasto político en nuestros ayuntamientos, que es verdad que lo ha habido en los años de bonanza, como lo ha habido en las comunidades autónomas, independientemente de quienes las han gobernado, el gobierno del Partido Popular se ha propuesto sacar a subasta los servicios básicos, que hasta la fecha venían prestándose desde el ámbito de lo público, para que los explote la iniciativa privada. Dando por hecho que la privatización supone ahorro en costes y una mejora en la calidad de los mismos. Lo cual es cuando menos discutible. Y no porque lo diga un servidor, sino porque así lo apuntan también numerosos estudios llevados a cabo, informes como los del Tribunal de Cuentas –cuyos magistrados no creo sean sospechosos de ser prosoviéticos ni  nada que se le asemeje– y, sobre todo, la experiencia con la que contamos en España, donde las excepciones no hacen sino confirmar la regla.
Sin embargo, llama la atención que sea precisamente en la limitación del gasto político dentro de nuestras administraciones locales en lo que menos incide la denominada Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local que entró en vigor el pasado 31 de diciembre de 2013. Hasta tal punto que, en lugar de reducir, amplía los topes de las remuneraciones para quienes ocupen cargos y la cantidad de empleados que se pueden contratar en calidad de personal de confianza. Cosa que, no sé a ustedes, pero a mí me parece todo un dislate.
El otro caballo de batalla al que se pretende hacer frente con la aprobación de esta ley se supone que es el excesivo número de empleados que han soportado y soportan nuestras administraciones periféricas. No más elevado, sino menos, todo hay que decirlo, que las administraciones periféricas de la mayoría de países de nuestro entorno. Pero que, es verdad, se ha convertido en un problema para el que, en cualquier caso, no creo sean solución los despidos masivos e indiscriminados y el aumento de las listas del paro, con tal de bajar un punto o dos el déficit. Sobre todo, si se tiene en cuenta que el principal desequilibrio de nuestro sector público en realidad no ha estado tanto en su facilidad para generar deuda como en su inoperatividad para obtener más ingresos.
Nadie discute que no haya que racionalizar y reajustar las estructuras de nuestras administraciones locales. Por supuesto que sí. Pero lo que no podemos permitir es que tanto la racionalización como el reajuste que se predican sea restar la capacidad de decisión y acción de los ciudadanos a través de sus representantes legítimos, mermar la autonomía municipal y supeditar la suerte de nuestros pueblos y ciudades a intereses de particulares que no siempre coinciden con los intereses generales, sino más bien todo lo contrario, por mucha película que nos cuenten.
Si nos ceñimos a esa lógica de que la gestión privada es más eficiente que la pública, ¿por qué no privatizamos el funcionamiento de toda la Administración al completo y nos dejamos de milongas?
Ya puestos, ¿para qué leches queremos instituciones políticas, participación  y democracia cuando un buen plantel de gerentes y tecnócratas que se preocupen de los indicadores de la economía y la balanza exterior es más que suficiente para cuidar de la salud de nuestro estado-empresa?

La Verdad del Campo de Gibraltar, 3 de marzo de 2014

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